Cuando empezaba a beber la vida quería escribir de la piedra, las uvas y el viento
pero descubrí que ya existía un Neruda y no escribí… para qué.
Cuando me empapé de los mitos y leyendas de mi pueblo quería escribir de las mágicas realidades pero descubrí que ya existía un García Márquez y no escribí… para qué.
Y cuando las hormonas juveniles brotaron en mi espíritu rebelde quería escribir de las injusticias del mundo pero descubrí que ya existía un Eduardo Galeano y no escribí… para qué.
¿Para qué escribir, si ya todo está escrito?
¿O no?
¿De dónde brotan las palabras?
¿Son el vestido de los hechos, o caminan desnudas y doloridas?
¿De quién son, porqué, cómo y cuándo son?
-No entiendo de donde sacan tantas palabras esos poetas-, decía un amigo más hacedor que palabreador.
De dónde van a salir, si no es del rugido del viento contra la piedra,
del porfiado riachuelo que busca llegar.
De ese impulso nacedor de la hierba que rompe el aire.
Del balanceo del columpio de un niño al atardecer.
Las palabras se ensucian y se cansan,
por eso les gusta lavarse y desvestirse porque no les gusta que las disfracen con trajes horrendos,
a ellas, con su tendencia nudista, les gusta andar por los bares en bocas con sabor a alcohol y cigarrillo.
Se escapan de los palacios y espacios con alfombras para adentrarse en el balbuceo de un niño y se atraviesan y juegan por las bocas de los enamorados.
Pero lo que más les gusta a ellas es dormir y de ahí nace el silencio.
2 comentarios:
los primeros versos dan en el clavo sí. pero en fin. palabrea, y palabreemos, y no dejemos de palabrear. jeje.
y no hay más de otra, ellas son las que mandan
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